miércoles, 15 de octubre de 2014

Visiones de Federico (I)

Extraído de Carlos Morla Lynch: En España con Federico García Lorca.

Carlos Morla Lynch, el escritor y diplomático que dio refugio en la Embajada de Chile a miles de personas durante la Guerra Civil

24 de junio. La casa de Bernarda Alba.
 Lectura de la obra por Federico en casa de los condes de Yebes.

 Reunión íntima después -tarde como siempre en España- en la residencia de los condes de Yebes para oír la lectura de la nueva obra de Federico: La casa de Bernarda Alba. La ha terminado hace cinco días después de larga rumia. El 19 de junio exactamente. Los dueños de la casa reciben en la terraza, bajo un cielo de terciopelo constelado de diamantes, en una atmósfera llena de tibieza y de aromas indefinidos; debe de haber madreselvas y jazmines en los jardines vecinos. Pero la casa está triste -triste y sombría, a pesar de ser tan blanca-, sumida en el vacío infinito de esa “ausencia” que a todos nos penetra y que crea como “un silencio” en torno nuestro. Hay silencios que son del alma. Ninguna desolación puede ser comparable a la que reina en la vivienda de la que se ha evadido un niño. Carmen -aún más bella entre sus velos negros- domina y luego atesora dentro de sí una noble y edificante distinción, su inmensa pena. Poca gente. Unión espiritual e íntima. Además de Federico, el doctor Marañón y los suyos, Tota Cueva de Vera -de tan marcada personalidad-, Marichalar, Agustín de Figueroa y su mujer, nostros y nuestro hijo. Hemos abandonado la terraza y, en el salón sencillo y elegante, acogedor y claro, Federico despliega lentamente su manuscrito al tiempo que nos advierte que estos tres actos tienen la intención de un “documental fotográfico”. Agrega que hay acuerdo para estrenar la obra en el otoño venidero, quizá en octubre, esto es, dentro de cuatro meses. Inicia la lectura con voz apacible, un poco umbrosa al comienzo, pero que, a medida que el drama oscuro avanza, adquiere tonalidades vibrantes y sugestivas, evocadoras del clima d agobio y de opresión que impera en todas sus escenas. Tiene Federico la cualidad de transmitir no solo el temple de los personajes, sino también el hálito que impregna el ambiente en que se mueven. Es una fuerza con virtudes de sortilegio. La obra es fuerte, inexorable y tenebrosa: una estampa austera y tétrica de la dramática Castilla, dentro de un todo uniforme que no varía. El indicado carácter de “documental fotográfico” se justifica en sus escenas, que son de un impresionante realismo. Figuras negras sobre fondo blanco. Legión de cuervos que se desplazan de un lado a otro en un recinto monacal cerrado, exento de todo espíritu de paz y de amor fraterno. Tragedia lúgubre que nunca alivia un rayo de luz; sorda e insonora en un principio, se va transformando poco a poco en un clamor de exasperación creciente. Sensación de asfixia desde el comienzo al fin. Se inicia con una escena severa y fúnebre de un penoso naturalismo: El padre ha muerto y la gente regresa del cementerio. Bernarda Alba, la viuda, recibe fríamente, en forma rígida,a las mujeres enlutadas que acuden a saludarla después de la partida de los vecinos, proclama el duelo, que habrá de durar ocho años. Durante ese plazo -pregona- “no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haremos cuenta que hemos tapiado con ladrillo puertas y ventanas”. El drama -como he dicho- comienza con un entierro y termina con un suicidio exento de preámbulo, insospechado, brutal -el de la hija menor-, que sólo se revela con el ruido breve de un choque seco, rápido como la toma de una instantánea. Terrible escena de dureza e inclemencia final, sin una lágrima, sin una relajación de la intolerancia de esa alma pétrea que, sin embargo, se considera bastión de la virtud, baluarte de la honra y de la tradición. Pero retrocedamos a las escenas primeras, cuando, terminadas las ceremonias del sepelio, quedan plegadas las persianas y corridos los cerrojos de las puertas. El hogar ha quedado transformado en una prisión, en una cárcel que no transige ni perdona. En ella, ningún personaje que irradie la mas ligera brizna de luz, que aporte el más leve filamento de frescor a esta atmósfera sofocante de mazmorra, que, sin desembocar, se inmoviliza en el hermetismo de esos muros espesos y uniformemente blancos. Una familia de pesadilla en la que no hay más que mujeres ceñudas, pobres hembras reclusas, sometidas al secuestro sistemático de una madre inflexible, de piedra,estatutaria, con temple de cancerbero, que obra bajo el influjo de una fanática intransigencia, de tradiciones inexorables. Sombrío orgullo de prosapia, concepto ciego del honor que, transmitido de padres a hijos, degenera en las tiránica de las opresiones.


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José Tomás